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Estado laico y coronavirus; vírgenes de aquí y de allá.

Actualizado: 18 abr 2021

Aunque en las democracias liberales de nuestra contemporaneidad se asume que existen tres ramas del poder público (legislativo, judicial y ejecutivo), se ha aceptado por mucho tiempo y se sabe —a veces sin querer hacer nada al respecto— que hay otros poderes que operan sobre la estructura social y que de una u otra manera acaban determinando o, por lo menos, influenciando las decisiones, pensamientos y comportamientos de las personas. Hablamos, por supuesto, de los llamados poderes fácticos, entre los que encontramos los medios de comunicación o, el que nos ocupa en este artículo: la religión, el poder eclesiástico.

Bien es cierto que uno de los postulados de la democracia liberal occidental se sostiene sobre la intención de que el poder controle al poder. Es por ello que el poder público se divide en ramas que, en un mundo ideal, se mantendrían controladas las unas a las otras evitando así excesos o extralimitaciones. Ingenua es, quizá, la suposición de que basta con las cortes, el parlamento y el Gobierno para que haya un equilibrio democrático que permita a los ciudadanos ejercer todos sus derechos efectivamente. Al desconocer los alcances del poder religioso, nos cegamos a la realidad de que las personas —o grupos de personas— actúen conforme a sus creencias o usen los bienes públicos para promoverlas.

Los distintos sucesos históricos en nuestro país —y en el mundo— han llevado a que en Colombia exista una aplastante mayoría creyente de la cual, si bien no todos obedecen ciegamente las directrices de sus líderes espirituales ni se dejan manipular por políticos creyentes, emerge una masa acrítica de personas a las que sólo les basta con que alguien diga que cree en dios para que justifique hasta los más atroces crímenes.

En una búsqueda por crear una sociedad en la que las creencias religiosas no se usaran como excusa para cometer abusos contra otros o como detonante de conflictos violentos, la humanidad concibió al Estado laico asignándole así un carácter neutral a los poderes públicos en veras de proteger tanto a los que creen en la Virgen María como a los que creemos en el Monstruo de Espagueti Volador. De esto, por supuesto, no se da cuenta la mayoría de tradiciones teístas pues consideran que la libertad religiosa consiste en creer en cualquier religión/dios, siempre y cuando se crea en alguna(o). Para ellos no existe la posibilidad de no creer en deidades. Pero, volviendo al Estado laico, este no sólo garantiza que todos puedan ejercer la religión, o no tener religión si lo desean, sino que también se compromete a no promover una religión/creencia en particular precisamente porque no todos los ciudadanos creen en lo mismo.

Resulta entonces escandaloso o, por lo menos, digno de burla, que un presidente —quien debe velar por la seguridad humana de todos los ciudadanos— en lugar de enfocarse en encontrar soluciones para la crisis sanitaria, económica y social derivada de la COVID-19 esté usando los recursos del Estado como plataforma para auspiciar el culto a la Virgen de Chiquinquirá. Claro, es fácil de explicar la situación cuando recordamos que no tenemos presidente sino un muchacho haciendo pasantías en la Casa de Nariño al cual el poder eclesiástico lo puede aplastar como si se tratara de un mosquito.

Pero, con lo que sí contamos, por lo menos, es con una vicepresidenta. Esta funcionaria ha optado por no conformarse con la Virgen de Chiquinquirá, pues quizá el talento nacional no significa mucho para ella, y se decidió por convocar a poderes internacionales como la Virgen de Fátima que, en un fondo azul y junto al logo de la presidencia, se compromete quizá a hacer lo que ni su papá Jehová ni su hijo el niño dios pudieron: eliminar el coronavirus de la faz de Colombia.

Sobra decir que ninguna de estas dos vírgenes se inmutó por solucionar este problemita que nos aqueja sino que forzaron a la ministra del interior a convocar a una jornada de oración, esta vez, sin especificar a ninguna deidad porque, quién sabe, a lo mejor si se convocan a todos los dioses el efecto sí será el esperado. Sería, probablemente, como los esfuerzos conjuntos de los Avengers del teísmo.

El senador John Milton Rodríguez, del partido que fácilmente simpatiza con la extrema derecha pero se cree protector de la moralidad, celebró la medida como una oportunidad para “unirnos alrededor de levantar el nombre del señor” y, en su pronunciamiento, menciona problemas como la violencia intrafamiliar o la depresión para los cuales, según él, sólo dios trae paz. Ojalá todo esto fuera cierto pues, de ser así, el día 16 de mayo se habrían acabado por obra y gracia del espíritu santo todos los problemas de salud mental en Colombia y lamentables situaciones como el abuso de menores en el seno de sus hogares. Pero, como lo ha demostrado dios durante tantos siglos, lo único que le preocupa es que los gays no se casen y que su retrato sea reproducido como un hombre de piel blanca y ojos azules.

Queda la pregunta de cómo habría reaccionado este senador, su iglesia u otro tipo de creyentes si la presidencia o los ministerios hubieran encomendado el país a Buda, Ganesha o Alá. ¿Seguirían pensando que está bien utilizar los espacios estatales para promover sus creencias particulares? Probablemente no. Serían ellos entonces algún tipo de oposición o contrapoder frente a esa religión aparentemente institucionalizada.

Lo que representa el cristianismo aún hoy es un poder abusivo que sigue pensando que, mientras no se diga que es “obligatorio” creer en el ungido hijo de José y María, ya basta para cumplir con el requisito de la laicidad.

Cualquier promoción de la religión desde el Gobierno resulta en una flagrante violación del carácter laico del Estado en tanto excluye a minorías creyentes y no creyentes que esperan que los servidores públicos se dediquen a cuidar de todos los ciudadanos, y no que malgasten los recursos públicos en mejorar su imagen promocionando abiertamente las causas de una mayoría religiosa para ver si con eso se solucionan sus problemas de impopularidad.

Respetar el carácter laico del Estado no implica abandonar las creencias que se tenga sino asegurarse de que estas no interfieran con la labor de servir a toda la población independientemente de si profesan un credo o no.

 

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