Tunja, Boyacá. Un día cualquiera de este año, dando la “vuelta al perro” con mi esposa, entramos a la Iglesia de Santo Domingo. Esa iglesia, como muchas otras de la “Muy noble y muy leal” ciudad de Tunja, y los tesoros escondidos en los retablos, cuadros y arcos torales de las capillas doctrineras regadas por la geografía colombiana nos atraen con un magnetismo muy fuerte. ¿La razón? Trataré de exponerla.
Tal vez es la misma fuerza que nos hace a muchos desear viajar por el mundo para quedar atónitos con la Capilla Sixtina, el Duomo de Venecia o la Abadía de Westminister. Y para no quedarnos solo con el cristianismo, es la misma razón por la que también nos dolieron los Budas de Bamiya en Afganistán, por la que celebramos el logro de la ingeniería y la arquitectura del templo de Abu Simbel en Egipto, la misma que nos genera la fascinación que nos producen las imágenes de los complejos arqueológicos de San Agustín y Tierradentro en Colombia, del Partenón de Atenas, del templo de Lúxor en Egipto, de las pirámides Mayas en México, del Machu Picchu del Perú o del templo de Khajuraho en la India.
Es el mismo porqué que nos arrastra de forma implacable a escuchar Réquiems, Misas, Motetes y otras piezas sacras que pasaron por la pluma de los grandes exponentes de la música occidental. El mismo motivo que nos permite apreciar genuinamente la música sefardí, los cantos de la sinagoga, los spirituals y gospels, y hasta los llamados a inclinarse hacia La Meca. La misma que me convence que en mi alucinación perimortem resonará en mi cabeza “Wir setzen uns mit Tränen nieder” de la Pasión según san Mateo del inigualable Johann Sebastian Bach.
La memoria, aún apoyada por el respaldo que ofrece la inmediatez de las comunicaciones y consultas por internet, no alcanza para recopilar los incontables ejemplos de todos los objetos que han nacido en el seno de cualquier confesión religiosa y que sin duda atraen hasta al más escéptico, desde el animismo primitivo que da origen a las pinturas de las cuevas de Altamira, los tótems norteamericanos, las máscaras rituales africanas o las cabezas de Rapa Nui, hasta los más elaborados discursos del cine, como “Los diez mandamientos”, “La pasión de cristo” o “Noé”.
Esa razón que trato de exponer, es que todos los objetos mencionados hasta aquí han apelado a uno de los efectos más impresionantes de nuestra evolución: El sentido de la estética, la atracción hacia lo bello y aún a definir lo que es bello, la aplicación de nuestros conocimientos para plasmar todo lo que está más allá de las palabras, de lo que se ve, y adentrarnos en el mundo de lo que se siente, se experimenta y se vive sin poder, ni querer, ni necesitar dar una explicación. Sencillamente, porque todos esos objetos son producto de una de las maravillas de nuestra cognición: El arte.
El resquemor
Como ya se mencionó, todos los ejemplos referidos tienen un elemento en común. Se trata de edificaciones, pinturas, esculturas o composiciones de arte religioso. De hermoso, inigualable, eterno, monumental y abrumador arte religioso.
Es entonces en donde entra nuestro resquemor: Si gracias a la razón hemos ido generando la conciencia de que a la humanidad le sobran dioses y religiones, ¿por qué ese deseo de retornar una y otra vez a sobrecogernos ante esas obras? ¿No será que son la evidencia de la inspiración divina y por lo tanto de la divinidad misma? Para buscar una respuesta, me centraré en el área que me apasiona y en la que estoy formado: La música de las civilizaciones occidentales.
Las evidencias musicales más antiguas que han sido documentadas y organizadas dentro de la música occidental se encuentran en la antigua Mesopotamia, entre los Sumerios. Su sistema musical se basaba ya en escalas construidas a partir de las propiedades acústicas de las cuerdas vibrantes. Sin embargo, las naturales relaciones acústicas presentes en estas escalas eran asimiladas y conectadas por los sacerdotes con las proporciones geométricas sobre las que se desarrollaba la arquitectura de sus templos, que a su vez se basaba en las relaciones entre sus diversas deidades (Duchesne-Gullemin, 1984).
Podemos ver ejemplos de ese tipo de concepciones en toda la música occidental, siguiendo el hilo que conecta toda la técnica de este arte entre el mundo antiguo y la ilustración. Basta con mencionar, por ejemplo, la organización de las notas de la escala por parte de los griegos antiguos en los llamados “modos”, cada uno de ellos con efectos éticos, cósmicos y morales. Esta idea prevalecería aún en el entorno de la música paleocristiana y altomedieval (Grout & Palisca, 2001).
En cuanto a los contenidos, resulta poco sorprendente que las muestras más antiguas de música atribuible a civilizaciones occidentales sean himnos a deidades, como el himno Hurriano encontrado en la actual Siria en tablillas con escritura cuneiforme del siglo XIV antes de la era común (a.e.c.) (Páginas Árabes, 2017), o el himno a Apolo, inmortalizado en una piedra de Delfos, del siglo II a.e.c. (Grout & Palisca, 2001)
De igual forma, el recorrido por la historia de la música occidental de los tiempos más oscuros estará conformado principalmente por música vocal con una fuerte presencia “divina”. Aún los ejemplos más crudos de la llamada “poesía goliárdica” (el ejemplo más conocido, los textos usados por Carl Orff para la famosa “Carmina Burana”), aquella que es vista comúnmente como rebelde y aún opuesta a la iglesia, están mediados así sea veladamente por la intención de hacer difusión de los principios de la iglesia, ya que más que ridiculizar los ritos y oficios con fines destructivos, tales sátiras y parodias buscaban denunciar los vicios de clérigos y altos prelados, para buscar así un saneamiento de la institución (Viscardi & Gabetti, s.a.).
No significa esto, por supuesto, que no existieran “otras” músicas en las civilizaciones mencionadas hasta ahora. Por ejemplo, mientras el referido himno a Apolo se encuentra fragmentado, la única canción de la misma época conservada en su totalidad es el “El epitafio de Sícilo (Seikilos)”, se trata de un “Escolión” o canto para beber, con una hermosa letra que no menciona directamente a ninguna deidad, e invita a disfrutar la vida mientras se tiene (Carvajal, 2018). Así mismo, los cantos de juglares y trovadores de finales de la edad media atestiguan refrescantes rayos de narrativas centradas en lo sensual y lo humano, por entre los pesados velos del pensamiento cristiano medieval (Grout & Palisca, 2001).
A partir de lo expuesto, no es necesario hacer extrapolaciones forzadas tanto a las demás expresiones artísticas como a las restantes civilizaciones que componen la humanidad para ver cómo, especialmente en sus albores, las artes y el pensamiento religioso están íntimamente conectados. Y es porque, sin el arte, las religiones hace tiempos que serían una simple anécdota.
Esa inmensa capacidad del arte para abrumar, sobrecoger y maravillar no podía ser desaprovechada por quienes construían su poder basado en creencias religiosas. Es así como se convirtió, desde los tiempos más remotos, en la más eficiente, efectiva y eficaz forma de propaganda jamás utilizada. Podemos ver entonces cómo los sacerdotes Sumerios convirtieron un fenómeno físico simple como la vibración de las cuerdas en toda una cosmogonía de la que ellos se arrogaban ser conocedores y poseedores, similar a la comunicación de chamanes con los fenómenos naturales en las tempranas etapas del pensamiento mágico y religioso.
También es claro cómo la escasa conservación de arte secular, especialmente entre la antigüedad y la baja edad media, da testimonio de quiénes decidían lo que se debía conservar y de los criterios que utilizaban al respecto. Es así como mientras las piedras que contienen los fragmentos de los himnos de Apolo se eternizaron al hacer parte de un templo, la estela funeraria en donde está el Epitafio de Sícilo fue robada de una tumba y utilizada para sostener... ¡una matera! De manera similar, la música sacra medieval desde los cantos gregorianos hasta los textos originales de Carmina Burana y otras poesías goliárdicas, se ha conservado en catedrales y monasterios, mientras que las hermosísimas canciones de trovadores más antiguas en galaico-portugués (un “antepasado” del español), provenientes del siglo XIII, conocidas como “Cántigas de amigo” y escritas por Martín Códax, fueron encontradas por casualidad como relleno de las tapas de un libro encuadernado en el siglo XVIII (Rodríguez Canfranc, 2020).
Así mismo, puede entenderse la finalidad de esta exitosa simbiosis entre religiones y arte en las artes plásticas. Regresando a la pequeña anécdota con la que se inicia este escrito, al entrar a la mencionada Iglesia de Santo Domingo, o a cualquier capilla doctrinera, todo invita a enterarse de qué va la evangelización. El dorado para decirles a los indígenas “aquí está atrapado tu sol”, las figuras de los angelitos con caras “aindiadas” y los espejos para decirles “aquí está tu alma”, los cuadros de santos, las escenas del viacrucis y los retablos que sin palabras cuentan con intensidad y claridad todas las historias y mitos fundacionales del catolicismo. Todo bellamente tallado, pintado y conservado, acogedor a la vez que abrumador. Esa misma sensación debe sentirse en Lúxor o el Partenón: de que ahí habitan “espíritus” encargados de manejar nuestros pensamientos, palabras y acciones.
¿Es entonces el arte un despreciable aparato monopolizado por círculos de poder religioso y político?
La confianza
Es cierto, evidente e innegable: Las religiones, desde los albores de la humanidad, y su “descendiente” más despreciable, el poder político, han hecho uso del arte para promoverse, propagarse e imponerse, de la mano con la fuerza y el adoctrinamiento. La dimensión estética de nuestra especie tiene ese inmenso poder, y quienes han tenido la inteligencia y la fortuna de usarlo, han podido verse recompensados con la capacidad de trascender más allá de los límites impuestos por el tiempo y la geografía, aún por “oposición”, cuando los poderes contrarios ejercen labores destructivas.
Esta utilidad del arte puede crear desconfianza y verdaderas intenciones iconoclastas en muchas ocasiones. Ver un cartel de la Alemania Nazi, la imagen del Tío Sam, la estrella de David, la cruz o la media luna, a veces inspiran sentimientos piromaníacos. Pero es cuando el ser razonable hace un alto: ¿qué sentido tiene? ¿Tenían razón los primeros cristianos empoderados por Constantino en destruir todo vestigio de representaciones de las deidades grecorromanas? ¿Los talibanes afganos que con dinamita y disparos de fusil acabaron con los antiquísimos budas de Bamiyán hicieron lo correcto?
Todos esos objetos artísticos, luego de que sirven a la religión o a la política, perduran (aún cuando se destruyen). Y lo hacen para contarnos una historia hermosísima: la de la precariedad y mortalidad de los sistemas de poder, tanto políticos como religiosos. Dejan de ser propaganda del ES para mostrarnos el FUE y recordarnos el SERÁ. En el Egipto actual, vive el templo de Lúxor para contarnos que ya no reina Amón Ra y su equipo. Atenea y los otros once dioses olímpicos no mueven los hilos del destino griego, como nos lo cuenta el Partenón.
Y así como nadie (en sus cabales, por supuesto) vería los fusilamientos retratados por Goya o las atrocidades del Guernica como un “deber ser” que ha de replicarse, nadie (insisto, en sus cabales) querría hacer sacrificios humanos como los de los códices Mayas o enterramientos en vida como los de los soldados de Terracota. Son hitos, testimonios de lo que fue y ya no debe ser, pero que podemos ver con los ojos de la estética y el disfrute que entregan a nuestra mente.
Entonces, todo ese arte sacro de las religiones modernas será el disfrute estético de las mentes de un mañana. Es vital preservarlo para que los llene de confianza en su momento presente y de interés por las lecciones del ayer. Para que puedan verlo, caminarlo, sentirlo, oírlo, y en medio de la contemplación de la belleza también puedan decir, como decimos de lo poco que podemos ver en lugares como el Museo del Oro o en el Museo Arqueológico: “¡Qué cosas en las que creían nuestros ancestros! ¡Qué bueno que hemos evolucionado!”.
Escrito por Manuel Adolfo Espejo Mojica. Ante todo, humano. Licenciado en Música (UPTC, Tunja), con especialización en Dirección de Orquesta (F.U. Juan N. Corpas, Bogotá) y Maestría en Historia del Arte (Atlantic International University).
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